Carta de Fernando del Paso a Juan Rulfo

Juan Rulfo es probablemente de los autores más consagrados del país, con solo dos libros escritos consiguió expresar la voz del pueblo, la narrativa de las clases trabajadoras y del más bajo escalón social, en sus historias transmitió de una forma majestuosa la esencia de la nacionalidad, la injusticia, las costumbres y tradiciones de todo un país con alto predominio de comunidad rural. Este fragmento lo he tomado de la revista Letras libres.

 8 de enero de 1986, Fernando del Paso, que en ese entonces trabajaba en Radio Francia Internacional, se enteró de la muerte de Juan Rulfo. “Era cerca de la una de la mañana, la hora de recolectar los cables para elaborar el primer noticiero de la noche que debería transmitirse por onda corta a todo el continente latinoamericano. Yo era el periodista y locutor en turno de esa noche. Anuncié, si no al planeta entero, sí al mundo de habla hispana el fallecimiento del escritor mexicano Juan Rulfo.”

Aun cuando sabía que tanto él como Rulfo padecían “una especie de alergia a la correspondencia”, Del Paso lamentó no haber escrito esa carta a su amigo. Acaso impulsado por ese arrepentimiento, en los días siguientes, grabó un programa de radio que tituló “Carta a Juan Rulfo” –donde alternaba sus palabras con la voz de Rulfo, tomada de un disco de la serie Voz viva de México–. “En ese programa, yo le contaba todo lo que había pasado en todos esos años, le preguntaba cómo estaban su esposa Clara y sus hijos, y le pedía que me disculpara por mi largo silencio.”



Carta a Juan Rulfo:

¿A que no sabes con qué me salieron el otro día, Juan? Ni te imaginas. No sabes las cosas que dice la gente cuando no tiene nada que decir. Pues fíjate que andaba yo por París, porque te dije que venía a París, ¿no es cierto? Bueno, te lo estoy diciendo. Andaba yo por aquí. No te diré que muy quitado de la pena porque ahorita tengo varios problemas que no viene al caso contar, cuando de sopetón, así, de sopetón, me dicen que nos habías dejado: que te habías ido.

Mira, tengo que confesarte que cuando me lo dijeron estaba tan hundido en mis preocupaciones, como te decía, que casi no me di cuenta cabal de lo que me estaban contando. Y después, fíjate lo que son las cosas, esa misma noche, yo di la noticia por la radio. Yo, imagínate, Juan, diciéndoles a todos lo que yo mismo no había entendido. Porque lo que me dijeron no fue que se había ido el escritor Juan Rulfo, no; lo que me dijeron fue que se me había ido un amigo. Y yo no lo supe sino poco a poquito, poco a poquito y de repente también, sí, de repente, cuando escuché tu voz, cuando puse el disco de Voz viva de México de la Universidad donde leíste “Luvina” y “¡Diles que no me maten!”. Y esa voz me caló muy hondo. Porque esa voz, esa voz, yo la conozco muy bien.

Perdóname, Juan, perdóname si no te escribí nunca, pero como me habían dicho que tú jamás contestabas una carta, pues yo dije: Entonces para qué le escribo. Y ahora me arrepiento; me arrepiento, Juan. Ahora quisiera que tú hubieras tenido varias cartas mías aunque yo no tuviera ninguna tuya. En serio. Me arrepiento porque yo tuve la culpa. Yo fui el que me fui de México, ¿no? Y no te escribí. Me duele porque no se pueden pasar tantos años, creo que dieciséis desde que salí, sin escribirles a los amigos, ¿no es cierto? No es cuestión nada más de decir, como fray Luis, “como decíamos ayer”, porque no, no fue ayer, sino hace muchos años cuando nos reuníamos una y hasta dos veces por semana, ¿te acuerdas?, en el café del sanatorio Dalinde. Allí se nos iban las horas. ¡Qué las horas! Ahí nos pasábamos años y felices días platicando y fumando como chacuacos. Quien nos hubiera visto, a veces tan serios, habría pensado que nomás hablábamos de literatura. Y sí, claro, platicábamos de Knut Hamsun y de Faulkner y de Camus y de Melville, todo revuelto. De Conrad, de Thomas Wolfe, de André Gide. Nunca conocí a nadie que hubiera leído tantas novelas. ¿A qué horas las leías, Juan? Se me hace que a veces hacías trampa. Pero también te decía, ¿te acuerdas?, nos dedicábamos al chisme como dos comadres, ni más ni menos.

Y a veces, de pronto, tú te ponías a hacer literatura sin darte cuenta. Te ponías a contarme historias que yo no sabía si eran ciertas o eran puras invenciones, o si se iban volviendo ciertas cuando las estabas inventando. Me acuerdo muy bien, Juan, muy bien, como si te estuviera oyendo.  



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Una carta de Juan Rulfo para Clara Aparicio

En 1941 Juan Rulfo conoció a Clara Aparicio; él tenía 24 años y ella sólo 13. Comenzaron una relación epistolar que siete años después culminó en matrimonio. Aquí una muestra del idílico enamoramiento del escritor.

Chiquilla:

¿Sabes una cosa?

He llegado a saber, después de muchas vueltas, que tienes los ojos azucarados. Ayer nada menos soñé que te besaba los ojos, arribita de las pestañas, y resultó que la boca me supo a azúcar; ni más ni menos, a esa azúcar que comemos robándonosla de la cocina, a escondidas de la mamá, cuando somos niños.

También he concluido por saber que los cachetitos, el derecho y el izquierdo, los dos, tienen sabor a durazno, quizá porque del corazón sube algo de ese sabor.

Bueno, la cosa es que, del modo que sea, ya no encuentro la hora de volverte a ver. No me conformo, no; me desespero. Ayer pensé en tí, además, pensé lo bueno que sería yo si encontrara el camino hacia el durazno de tu corazón; lo pronto que se acabaría la maldad a mi alma.

Por lo pronto, me puse a medir el tamaño de mi cariño y dio 685 kilómetros por la carretera. Es decir, de aquí a donde tú estás. Ahí se acabó. Y es que tú eres el principio y fin de todas las cosas.